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Silvina Romano y Tamara Lajtman

Lava Jato y lawfare: manufacturación de consenso para la desestatización




En este mes de marzo se cumplen 10 años del Lava Jato. Una Mega Causa judicial iniciada en 2014 y finalizada en 2021, basada en una operación conjunta entre el Ministerio Público y la Policía Federal de Brasil, con sede en la 13 Sala Federal de la Justicia Criminal de Curitiba (donde desempeñaba sus funciones el Juez Sergio Moro). Se desencadenó a partir de investigaciones sobre un potencial esquema de corrupción en Petrobras bajo la dirección de Paulo Roberto Costa, que tuvo un “efecto dominó”, donde buena parte de la clase política y de las empresas estatales fueron vinculadas a potenciales actos de corrupción (malversación de fondos, tráfico de influencias). En ese contexto se organizó un impeachment contra Dilma Roussef, y se inhabilitó posteriormente a Lula da Silva de presentarse a elecciones en 2018.


En 2023, luego de idas y vueltas judiciales, Dilma Roussef fue declarada inocente de las supuestas irregularidades cometidas (que habrían justificado el pedido de impeachment). Lula da Silva también fue absuelto de varias causas que lo vinculaban a corrupción (mientras que otras causas fueron anuladas por irregularidades en el proceso judicial), luego de pasar 580 días en prisión. Sin embargo, la persecución política por la vía judicial y el acoso y la criminalización mediática contra estos líderes, constituye uno de los procesos de lawfare más contundentes, laboratorio de otros procesos similares en la región.


La clave de la persecución y criminalización fue el consenso negativo en torno a los líderes del Partido de los Trabajadores (PT) a lo largo del Lava Jato, que trascendió el ámbito comunicacional y también el judicial: se organizó y reprodujo en torno a una red de instituciones locales, regionales, transnacionales, vinculadas a trayectorias personales, regulaciones y financiamiento, imponiendo la agenda de “la corrupción” como el eje de todos los problemas de Brasil, con profundo repercusión en la opinión pública y en espacios de decisión de alto impacto en la política, la economía y la geopolítica.


Este consenso fue el que articuló la instrumentalización política del poder judicial con la espectaularización mediática. En efecto, uno de los climax del Lava Jato, se desató cuando el juez Moro entregó a los principales medios de prensa una conversación privada entre Rousseff y Lula (obtenida de forma ilegal). De esta filtración, trascendió la expresión “chau querida” (en el audio Lula se despide de Dilma diciendo la citada frase) que alcanzó trending topics en Twitter y se volvió slogan de la oposición. Aunque Moro al poco tiempo destacó que había sido un acto indebido, el impacto y el consenso negativo en la opinión pública en torno a los mandatarios del PT, ya se había logrado.


La prensa operó deliberadamente para criminalizar a los líderes del PT, definiendo la agenda y el encuadre de noticias, que dejaban en los márgenes a presuntos eventos de corrupción cometidos por otros partidos y personajes de la política. A lo largo del Lava Jato, decenas de políticos y empresarios fueron interrogados, se les abrieron causas judiciales, etc., pero la prensa hegemónica tendió a focalizar en los dos líderes del PT: Dilma Rousseff y Lula da Silva. En la campaña presidencial de 2014, algunos estudios contabilizaron 1.604 textos periodísticos sobre escándalos del PT, y solo 82 artículos sobre escándalos del PSDB. Entre octubre de 2015 y abril de 2016, de 1.176 artículos de portada de los tres principales periódicos brasileños, la mayoría exponía la corrupción de los principales actores políticos, el escándalo de Petrobras o el impeachment (aludiendo al PT). En el mismo período, solo 150 artículos se referían a acusaciones de corrupción o investigaciones contra otros actores (gobernadores, senadores y alcaldes entre ellos), y tan solo seis titulares denunciaban corrupción del entonces vicepresidente, Michel Temer. The Washington Post y The New York Times, se sumaron a la campaña anti-PT a nivel internacional, realzando el rol “heroico” del juez Sergio Moro, que asumió como Ministro de Justicia en el gobierno de ultra derecha de Jair Bolsonaro.


Según información publicada por The Intercept, el Lava Jato utilizó el poder judicial con fines políticos: impedir que Lula da Silva se presentara a elecciones en 2018. Para ello, coludieron no solo con organismos de gobierno de EE.UU., como el Departamento de Justicia y el FBI, sino con organismos como Transparencia Internacional, que dieron visibilidad y peso a la batalla “contra la corrupción”. A esta trama se sumaron varios think tanks y voces expertas estadounidenses, como el Interamerican Dialogue, o el Council of the Americas, publicando informes, dando entrevistas en los principales medios e incluso presentando informes en la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso estadounidense sobre la corrupción en Brasil, como mal endémico. La movilización en las calles a modo de “legitimación” de esta batalla anti-corrupción, fue liderada en apariencia por grupos apolítico y autoconvocados, como “Estudiantes por la Libertad”, que, en realidad, son movimientos organizados y financiados a nivel transnacional, vinculados a la proyección de los “libertarios estadounidenses” en América Latina.


Mientras tanto, se lograron los verdaderos objetivos de cualquier proceso de lawfare: debilitamiento y desarticulación de las principales empresas estatales, vinculadas a recursos estratégicos y desarrollo tecnológico. Desde la apertura a licitación de las reservas de hidrocarburos del PreSal en plataforma submarina brasileña, pasando por la millonaria desinversión en empresas estatales, hasta el despido de más de 4 millones de empleados del sector público. La desestatización avanzó a paso firme, mientras Brasil perdió parcialmente su proyección geopolítica.


Ninguno de los medios de comunicación, voces expertas y organismos internacionales que sentenciaron de culpables de corrupción a Lula da Silva y Dilma Roussef, se ha rectificado.

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